Durante décadas, Suecia fue considerada un modelo de bienestar, integración y solidaridad. Un país con bajos niveles de criminalidad, altísima calidad de vida y políticas sociales que eran envidiadas incluso por sus vecinos europeos. Sin embargo, en poco más de una década, ese modelo parece haberse desmoronado.
Entre 2010 y 2020, Suecia abrió sus puertas a más de 1,2 millones de inmigrantes, en su mayoría provenientes de países marcados por conflictos armados y contextos culturales profundamente distintos, como Siria, Somalia, Afganistán o Irak. Esta política, impulsada por el entonces primer ministro Stefan Löfven y su Partido Socialdemócrata, respondía a una visión de solidaridad internacional. Se asumió que Suecia tenía los recursos y la capacidad institucional para integrar a estos nuevos ciudadanos. Hoy, las consecuencias de esa apuesta son el centro de un intenso debate nacional.
De modelo a advertencia
Los datos más recientes pintan un panorama alarmante. Suecia lidera hoy las estadísticas europeas en tiroteos per cápita, con más de 300 episodios armados y decenas de muertos solo en 2024. Más del 85% de los delitos con armas de fuego son cometidos por personas nacidas en el extranjero. Las explosiones con artefactos improvisados se han vuelto frecuentes, y algunas ciudades como Estocolmo y Malmö registran más atentados con bombas que varias zonas en guerra.
Barrios paralelos y “zonas prohibidas”
El fenómeno de las “no-go zones”, áreas donde la policía o los servicios sociales apenas pueden operar, ha pasado de ser un tabú a una realidad admitida por las propias autoridades. Barrios como Rinkeby en Estocolmo o Rosengård en Malmö están tan segregados cultural y económicamente que muchos los definen como sociedades paralelas: tienen sus propias normas, sus estructuras de poder, e incluso un control territorial ejercido por bandas o clanes familiares.
En esos barrios, la violencia contra la mujer, los crímenes de honor, los matrimonios forzados y la imposición de normas religiosas como la Sharia han crecido de forma preocupante. En 2022, la policía sueca investigó más de 300 casos relacionados con crímenes de honor y matrimonios forzados, aunque se estima que los no denunciados podrían ser mucho más.
El fracaso educativo y económico
El sistema escolar ha colapsado en muchas de estas zonas. Según Sveriges Radio, en algunas escuelas de “zonas vulnerables”, menos del 50% de los estudiantes termina la secundaria. Los docentes reportan amenazas constantes, agresiones, estrés y abandono profesional, generando una espiral de deterioro institucional.
En el ámbito laboral, la situación tampoco mejora. Más del 50% de los inmigrantes vive del sistema de bienestar, y entre las mujeres inmigrantes la tasa de empleo apenas supera el 23%. El paro entre los extranjeros alcanza el 21,6%, frente al 3,6% de la población nativa. Este desajuste genera tensiones sociales, sobrecarga de servicios públicos y una percepción creciente de desigualdad.
Una respuesta tardía y desesperada
En 2024, el gobierno sueco —liderado por el conservador Ulf Kristersson— comenzó a admitir que la situación se había salido de control. Se propuso pagar hasta 34.000 dólares a inmigrantes para que regresen voluntariamente a sus países de origen, en un intento de descomprimir el sistema. Pero incluso esas medidas han sido vistas como “demasiado poco, demasiado tarde”.
La decisión más simbólica fue el anuncio de que el ejército patrullaría las calles para apoyar a una policía sobrepasada por la violencia de las pandillas. Una escena impensable en la Suecia de hace apenas una década.
¿Un espejo para Europa?
Suecia se ha convertido en un caso de estudio para el resto de Europa. Lo que fue una utopía de inclusión ha revelado sus límites cuando no se considera el factor cultural y la capacidad real de integración. La negación sistemática de la relación entre inmigración descontrolada y criminalidad, así como la autocensura por miedo al estigma de “racismo”, han hecho que los problemas se acumulen sin respuestas.
Hoy, muchos se preguntan si Europa está preparada para asumir que la multiculturalidad tiene límites, y si es posible sostener un modelo de inmigración sin control cuando los valores, las leyes y las normas fundamentales de convivencia no son compartidas.