Seguramente te hicieron aprender sus nombres en la primaria: Vicente Suárez, Fernando Montes de Oca, Juan de la Barrera, Francisco Márquez, Agustín Melgar y el inolvidable… Juan Escutia, pero muy probablemente también has tenido duda de si realmente existieron.
Los Niños Héroes en realidad no eran niños, pero sí existieron, aunque algunos no tienen documentos que certifiquen su existencia ni mucho meno, las hazañas que se les atribuyen. Su inclusión en el panteón de los héroes es obra, paradójicamente, de uno de sus compañeros de lucha, fusilado como traidor en el Cerro de las Campanas.
La gesta histórica conocida como de los “Niños Héroes” realmente existió; incluso merecieron el reconocimiento de los invasores estadunidenses por su juventud y valentía. Su sacrificio los hizo acreedores a ser incluidos en la historia oficial durante décadas, hasta la revisión contemporánea.
Con relación a este hecho, la doctora Carmen Vázquez Mantecón, del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, señaló que las hazañas son hechos históricos de una nación revestidos con un halo mítico, rescatados por grupos de poder, que pretenden fomentar una conciencia cívica acorde con los postulados esgrimidos por las elites gobernantes.
A pesar de ello, opinó la doctora Berta Flores Salinas, del Colegio de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras (FFL), debe reconocerse la lucha de un grupo de jóvenes que ofrendó su vida para defender a la patria. Su actitud, aquel 13 de septiembre de 1847, debe ser ejemplo para la juventud actual y contribuir a fortalecer la identidad nacional.
A 176 años de aquel acontecimiento, agregó, merecen ser reconocidos como héroes, pues al haber recibido la orden de abandonar la fortificación donde estudiaban –entonces sede del Colegio Militar–, decidieron quedarse y morir en sus puestos.
La defensa del Castillo de Chapultepec, construido originalmente como palacio virreinal y utilizado para la formación de militares de carrera desde 1843, tuvo lugar en la última fase de la intervención norteamericana, que culminó con la toma de la Ciudad de México.
Esta guerra, originada por la “vocación intervencionista” del vecino país del norte, tuvo como antecedente la separación de Texas de nuestro territorio, en 1836.
México declaró el inicio de las hostilidades contra Estados Unidos el 7 de julio de 1846. El conflicto fue desigual desde su inicio y se agravó por la ineptitud y corrupción del régimen del entonces presidente Antonio López de Santa Anna, de quien se sospecha “se vendió al enemigo”.
Pese a los actos de heroísmo del Ejército mexicano, que defendía su territorio y soberanía, sufrió constantes derrotas en Cerro Gordo, Churubusco y Molino del Rey. Estos hechos propiciaron la pérdida de más de la mitad del territorio nacional, incluidos los estados de Alta California y Nuevo México, así como la porción de Tamaulipas situada entre los ríos Nueces y Bravo.
Sin lugar a dudas, la guerra entre México y Estados Unidos constituyó un duro golpe para la naciente república. Ante la humillación, el desánimo y la derrota debía rescatarse a los héroes y reconocer sus hazañas.
Afirmar que fueron niños apela a su pureza e incorruptibilidad. “¿Qué mejor para construir una leyenda, para crear símbolos nacionales, tan necesarios en nuestra historia?”, mencionó Vázquez Mantecón.
La historiadora relató que unos 50 cadetes recibieron la orden de abandonar el Colegio Militar cuando las tropas norteamericanas, al mando del general Winfield Scott, avanzaban hacia Chapultepec en su campaña militar para tomar la capital del país. Habían pasado ya seis meses desde el desembarco de los invasores en Veracruz y Nicolás Bravo, encargado de la plaza, consideró inútil la defensa.
“Las fuentes indican que la mitad de ellos no acató la orden. Se quedaron a dar la batalla y combatieron con gran amor por México, con fuerza y vigor. Eso debe reconocerse, pero recuperar en lo posible la realidad y reconocer desde dónde se construyó la leyenda”, abundó la historiadora.
Al respecto, Flores Salinas recordó que al momento de morir, Francisco Márquez, nacido en Guadalajara, tenía 13 años, y era el más joven de aquellos “Niños”; Vicente Suárez, de Puebla, tenía 14 años; Agustín Melgar, nativo de Chihuahua, contaba con 18, lo mismo que Fernando Montes de Oca, procedente de la Ciudad de México. Juan de la Barrera y Juan Escutia, de 19 y 20 años, procedían de la capital y de Tepic, respectivamente.
En sus crónicas y diarios, los estadunidenses reconocieron el valor y juventud de los cadetes, a diferencia de los historiadores mexicanos, quienes olvidaron este episodio.
“Los informes norteamericanos reconocen su ímpetu en el combate”, agregó la profesora de la FFL, destacaban incluso, sin referirse a sus nombres, el empleo de las armas con las que provocaron bajas a los invasores, resistiendo al “pie del cañón” hasta el último momento, mostrando un valor aún mayor que el de los oficiales que los comandaban.
Sin embargo, opinó Carmen Vázquez, no pueden considerarse niños, sobre todo en un contexto decimonónico. “En el siglo XIX, cuando aún no se descubría la penicilina y una persona de 60 años estaba cercana a la muerte, alguien de entre 13 y 20 años ya no era un infante, sino un joven con la capacidad de tomar decisiones e, incluso, casarse”.
Además, los estudios historiográficos han demostrado que Juan de la Barrera, habiendo terminado sus estudios como cadete del Colegio Militar, decidió regresar a combatir. No es el caso de Juan Escutia, cuya estancia en esa institución está en duda por la falta de documentación.
Ambas investigadoras coinciden al señalar que esos seis jóvenes trascendieron a la historia nacional, en gran parte, por la referencia de uno de sus compañeros –un cadete de entonces 16 años que también defendió su colegio, pero cayó prisionero–, que después sería presidente de la República: Miguel Miramón.
El mejor general de los ejércitos conservadores que luego fusilado en el Cerro de las Campanas al lado del Emperador Maximiliano mencionó a seis de sus compañeros caídos en la Batalla de Chapultepec durante un mensaje patriótico con motivo del aniversario de la Independencia el 16 de septiembre de 1851.
Después de esa fecha y de otro discurso oficial vino un silencio de dos décadas.
No fue sino hasta 1871 cuando tales nombres se manejaron con mayor frecuencia, aunque asociando a Agustín Melgar con la defensa de la Bandera, no a Juan Escutia. Una década más tarde, el presidente Manuel González inauguró el obelisco de los Niños Héroes en el Castillo de Chapultepec. Para entonces se afirmaba que quien había sucumbido envuelto en el lábaro patrio, había sido Fernando Montes de Oca; el hecho se daba como seguro.
No obstante, la historia oficial, aún sin documentación probatoria, adjudicó a Escutia este episodio.
En 1947, en el centenario de la gesta, surgió otra leyenda: aparecieron los restos de los Niños Héroes, es decir, esqueletos masculinos de adultos jóvenes.
Berta Flores refirió que en la comisión que determinó si se trataba o no de los restos de los cadetes, conformada por historiadores militares y un grupo de antropólogos, participó también Alberto María Carreño, quien fuera profesor universitario en la FFL.
Se decretó que sí correspondían. En realidad, aclaró Vázquez Mantecón, no se sabe qué pasó con ellos tras la refriega y “seguramente muchos cuerpos fueron a dar a la fosa común”. Lo cierto es que en 1951 los huesos hallados fueron depositados en el monumento construido para tal efecto: el Altar a la Patria.